Ella era
como cualquier niña joven de 18 años recién cumplidos. Con un pie en la
adultez, pero todavía saliendo de la adolescencia. Se sentía frágil y triste. Estaba cursando su último
año del colegio secundario, y acababa de ingresar a una nueva escuela.
Con la
ilusión del porvenir y la esperanza puesta en un futuro mejor que su presente y
su pasado, necesitaba desesperadamente creer en que todo podía cambiar, la vida
de escasez y dolor que llevaba al lado de su familia le era muy pesada y a
veces se hacía interminable.
Las
decisiones familiares la habían llevado a vivir en una ciudad que no era la suya
y a estar lejos de lo que le daba sentido a la vida, sus amigos, esos que te
rescatan de cualquier dolor y sacan lo mejor de uno mismo, produciendo la
alquimia necesaria para levantarse cada mañana.
Tenía un
deseo y una ilusión personal, trivial pero no por eso menos importante, esa
misma ilusión que tienen muchos jóvenes hoy, que les da pertenencia y los
incluye en un sistema nuevo de relaciones, las relaciones que desde su infancia
eran todo para ella.
Hacía varios
años estaba ahorrando regalos de cumpleaños para comprarse un buen teléfono
celular. Ese al que muchos acceden fácilmente y otros no están ni cerca de
alcanzarlo.
Su madre no
estaba de acuerdo. Le decía que con ese dinero podía obtener otro montón de
cosas y comprarse un teléfono más barato; que era un riesgo caminar con tanto
dinero en la mano, que en esa ciudad no se podía y que era un lujo para los que
se manejaban en auto.
Ella le daba
explicaciones técnicas sobre la cámara, la memoria, las aplicaciones, el hecho
de que no se tildara, su valor de re venta y el uso que iba a darle en la
facultad al año siguiente, cosas que su madre no llegaba a valorar.
En fin, era
su dinero y su decisión y no escuchó a su madre. Tampoco las madres comprenden
todo, lo que sí comprendió es lo importante que era para su hija. También
recordó el dolor que sentía y seguramente la culpa, por haberla sacado de su
ciudad, su escuela, y verla sufrir cotidianamente.
Así que decidió apoyarla. Consiguió un poco de
dinero prestado que le faltaba para llegar al valor del teléfono y juntas,
llenas de entusiasmo, fueron a comprar el ansiado celular. Ese que les traería,
aunque sea ilusoriamente un poco de felicidad. A una por tenerlo, a la otra por
disfrutar de la felicidad de su hija y verla con la misma ilusión que había
tenido al encontrar su primer regalo de reyes.
Compartieron
justas ese preciado momento. Lo eligió rosa como ella quería, y le compraron
una linda funda. Se volvieron a casa en colectivo, protegiendo y ocultando ese
teléfono como si llevaran millones de dólares encima. ¿Por qué había que vivir
con tanto miedo? ¿Por qué esa ciudad era tan hostil?
La verdad es
que era un objeto magnético. Te atraía la mirada, tocarlo era algo especial,
suave, parecía con vida, y tenía el poder de cautivar. Ella estuvo varios días descubriéndolo
y configurándolo a su medida. Era su nuevo amor, y pasaban momentos eternos de
intimidad juntos.
El teléfono
quedaba en la casa cada vez que ella salía. La primera semana resultó, pero no
se podía tener un teléfono para estar cuidándolo, además era necesario cada vez
que salía sola, en realidad para ir y venir del colegio, que era lo único que
hacía en esa desagradable ciudad.
Un mediodía
como tantos otros, ella terminó de cursar a las trece horas. Volvía caminando a
su casa por un barrio apacible. El sol calentaba agradablemente ese frío de
invierno que, siendo septiembre, comenzaba a retirarse. Venía relajada y
tranquila, como lo hubiese hecho en la ciudad de la que venía y de la que su
ser nunca se había ido.
Escuchaba música
en el celular que al fin era suyo desde hacía dos semanas. Faltando cuatro
cuadras para llegar a su casa, una moto con dos hombres se le cruza y ella
pensando que querían pasar, los esquiva y sigue para otro lado. Suben a un
garaje, señalan para un costado y se van.
Su
inocencia, la de una niña, no le permitió tomar ningún recaudo y siguió
caminando, ella todavía no había aprendido a desconfiar de la gente. Caminó una
cuadra más y al llegar a la esquina, ya solo a una cuadra y media de su casa,
salió la misma moto que estaba escondida y uno de los hombres se bajó y le puso
un arma en el estómago.
Sintió por
primera vez el terror, que nunca había experimentado en su vida. Les suplicó,
les pidió por favor que no se lo sacaran, pero a ellos nada les importó. Era
solo una niña frágil, no podía defenderse, pequeña de contextura y no parecía
tener ni dieciocho años.
Todo parecía
un sueño, no podía ser real. Tenía que poder despertarse. Pero no estaba
soñando, y se llevaron su teléfono celular. Corrió a su casa llorando y
gritando. Su cuerpo se desvanecía y el tiempo parecía eterno. Llegó y abrió la
puerta en estado de shock.
Su madre
trabajaba diez horas de noche, por lo que dormía cuando escucho los golpes en
la puerta y un grito desgarrador como nunca había oído de parte de alguna de
sus hijas. Se levantó de la cama y corrió por las escaleras sintiendo que nunca
iba a llegar a abajo.
Me pusieron
un arma en el estómago y me sacaron el celular — le dijo a los gritos y con un
llanto desgarrador. Ella la abrazó y la alzó, mientras su hija se desvanecía y
se orinaba encima. Había vuelto a ser un bebé, vulnerable e indefenso. Se le
aflojaron las piernas y no podía caminar
Lloró por
horas enroscada en la falda de su mamá, temblaba, lloraron juntas. Tanto esfuerzo,
tanto dolor, ni siquiera les servía ese teléfono porque no podía desbloquearse.
Lloraba, lloraba, perdóname mamá, perdóname, — repetía desconsoladamente y las
dos se quebraban cada vez más. ¿Como podía existir ese tipo de gente?
Llamaron a
la policía que vino enseguida, anotaron todas las descripciones de la moto y de
estas personas, pero les dijeron que no podían hacer nada. ¡Negros de mierda!,
¡Hay que matarlos a todos!, ¡No sirven para nada!, ¡ciudad de mierda!, ¡tendría
que haber pena de muerte!, ¡Lacras!
La desvistió
y la metió en el agua tibia, la bañó y deseó poder tenerla otra vez dentro de
su panza, para protegerla y cuidarla de tanta maldad, de tanta hostilidad, de
tanta crueldad. Defenderla del dolor, del abuso, de la injusticia. Si hubiese
podido en ese momento, los hubiese matado a los dos.
Eran dos
seres insensibles, resentidos, incapaces de sentir empatía y compasión. Que se
sienten orgullosos haciéndoles daño a otros. Que no quieren trabajar y se ganan
la vida robándoles a los que sí se esfuerzan, día a día, para poder tener algo
dignamente.
La mamá le
dio su teléfono viejo para que pueda seguir en contacto con sus amigos. Tardó
muchos días en volver al colegio, nunca más volvió a salir sola de su casa en
esa ciudad de mierda. Estuvo con ataques de pánico por mucho tiempo cada vez
que escuchaba el sonido de una moto. Lloró, lloró y lloró por muchos meses.
Su madre tuvo
que empezar a levantarse para llevar y traer a sus cuatro hijas a todos lados,
no iba a permitir que volviese a pasarle algo a alguna de ellas. Prácticamente
sin dormir, comenzó a enfermarse y de a poco fue teniendo que faltar a su
trabajo por prescripción médica, tanto, que terminaron por despedirla.
Ella terminó
el colegio y se fue para no volver nunca más a esa “ciudad de mierda” llena de “negros
de mierda”. Esa ciudad que no le dio nada, salvo dolor. Hoy, ya con veinte años,
trabaja y estudia para ser jueza, porque no cree en la justicia, y pudo, con su
propio esfuerzo, volver a comprarse su teléfono celular.