jueves, 28 de febrero de 2019

LA SOLEDAD



            Un día me di cuenta todo lo que había hecho a lo largo de mi vida para no estar sola, y después de tantos años estaba en el mismo lugar, y peor aún disociada de mi ser, habiendo perdido mi identidad y quedándome sin mi profesión y sin mis amigos en el camino.


                Decidí que tenía que hacer algo con este sentimiento que me torturaba desde mi niñez. Por un lado, tomé la decisión de no negociar más en una relación a cambio de no estar sola. A ver, no me refiero a la negociación de las pequeñas situaciones de lo cotidiano.

            Me refiero a los valores, a la dignidad, a la individualidad. A no estar en un vínculo sin sentirme completamente feliz, a no estar más con alguien con quien no pueda ser yo misma, y a no estar en pareja con una persona a quien yo no amara.

            Por otro lado, una tarde estando en casa, me senté en el jardín a tomar mate, me sentía sola.  Observé el sauce en frente de mí, ese sauce que planté cuando sólo era una ramita y había tenido que sostenerlo con una guía para que no se cayera, la misma guía que necesité yo para seguir adelante.

             La mesa debajo, vacía, invitando a la reunión familiar, pidiendo ser ocupada para no sentir la ausencia de la compañía amorosa de los que ya no estaban, del proyecto roto, de lo que no fue; y el jardín vacío, perfecto y vacío. (Extraño esa casa, en la que crecieron mis hijas).

            Pensé que, si seguía poniendo tanta energía en escapar y rechazar este sentimiento de soledad, cada vez lo alimentaba más. Se acabó — me dije. Literalmente tomé el mate, lo puse al lado mío y le di entidad de soledad. La personifiqué en ese mate, y decidí hacerme amiga, incorporándola deliberadamente a mi vida. 

            Le hablé un rato y le dije que, ya que hacía tanto tiempo que estamos juntas y que como seguramente seguiríamos estándolo, que no iba a luchar más enfrentándome a ella, que la aceptaba y la incorporaba a mi vida, me hice amiga, “me hice amiga de mi soledad”.

            A partir de ahí, dejé de tenerle miedo a la soledad, esa misma que nos acompaña a todos en algún momento de nuestras vidas, y aprendimos a convivir. Establecimos intensos y dolorosos diálogos. Nos reparamos, nos humanizamos.
              Este ritual de sanación que surgió espontáneamente en ese momento de dolor, me sano, me alivió, me reparó, me sacó la soledad de los hombros para hacerla mi compañera. Hasta el día de hoy, cuando me inunda ese sentimiento de soledad, me acuerdo de ese día, y vuelvo a abrazarla.

           Seguimos aprendiendo a convivir en los momentos más oscuros, y aceptarla en mi vida y ser consciente de su existencia, hace que no vuelva a tomar decisiones tapando agujeros, por lo menos el agujero de la soledad…


Extraído del Libro "ABUSO LEGALIZADO Y UNA SANACIÓN"

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