lunes, 25 de febrero de 2019

NO SIEMPRE PODEMOS PERDONAR

       

   Ella era como cualquier niña joven de 18 años recién cumplidos. Con un pie en la adultez, pero todavía saliendo de la adolescencia. Se sentía frágil y triste. Estaba cursando su último año del colegio secundario, y acababa de ingresar a una nueva escuela.

            Con la ilusión del porvenir y la esperanza puesta en un futuro mejor que su presente y su pasado, necesitaba desesperadamente creer en que todo podía cambiar, la vida de escasez y dolor que llevaba al lado de su familia le era muy pesada y a veces se hacía interminable.

            Las decisiones familiares la habían llevado a vivir en una ciudad que no era la suya y a estar lejos de lo que le daba sentido a la vida, sus amigos, esos que te rescatan de cualquier dolor y sacan lo mejor de uno mismo, produciendo la alquimia necesaria para levantarse cada mañana.

            Tenía un deseo y una ilusión personal, trivial pero no por eso menos importante, esa misma ilusión que tienen muchos jóvenes hoy, que les da pertenencia y los incluye en un sistema nuevo de relaciones, las relaciones que desde su infancia eran todo para ella.

            Hacía varios años estaba ahorrando regalos de cumpleaños para comprarse un buen teléfono celular. Ese al que muchos acceden fácilmente y otros no están ni cerca de alcanzarlo.

            Su madre no estaba de acuerdo. Le decía que con ese dinero podía obtener otro montón de cosas y comprarse un teléfono más barato; que era un riesgo caminar con tanto dinero en la mano, que en esa ciudad no se podía y que era un lujo para los que se manejaban en auto.

            Ella le daba explicaciones técnicas sobre la cámara, la memoria, las aplicaciones, el hecho de que no se tildara, su valor de re venta y el uso que iba a darle en la facultad al año siguiente, cosas que su madre no llegaba a valorar.

            En fin, era su dinero y su decisión y no escuchó a su madre. Tampoco las madres comprenden todo, lo que sí comprendió es lo importante que era para su hija. También recordó el dolor que sentía y seguramente la culpa, por haberla sacado de su ciudad, su escuela, y verla sufrir cotidianamente.

             Así que decidió apoyarla. Consiguió un poco de dinero prestado que le faltaba para llegar al valor del teléfono y juntas, llenas de entusiasmo, fueron a comprar el ansiado celular. Ese que les traería, aunque sea ilusoriamente un poco de felicidad. A una por tenerlo, a la otra por disfrutar de la felicidad de su hija y verla con la misma ilusión que había tenido al encontrar su primer regalo de reyes.

            Compartieron justas ese preciado momento. Lo eligió rosa como ella quería, y le compraron una linda funda. Se volvieron a casa en colectivo, protegiendo y ocultando ese teléfono como si llevaran millones de dólares encima. ¿Por qué había que vivir con tanto miedo? ¿Por qué esa ciudad era tan hostil?

            La verdad es que era un objeto magnético. Te atraía la mirada, tocarlo era algo especial, suave, parecía con vida, y tenía el poder de cautivar. Ella estuvo varios días descubriéndolo y configurándolo a su medida. Era su nuevo amor, y pasaban momentos eternos de intimidad juntos.

            El teléfono quedaba en la casa cada vez que ella salía. La primera semana resultó, pero no se podía tener un teléfono para estar cuidándolo, además era necesario cada vez que salía sola, en realidad para ir y venir del colegio, que era lo único que hacía en esa desagradable ciudad.

            Un mediodía como tantos otros, ella terminó de cursar a las trece horas. Volvía caminando a su casa por un barrio apacible. El sol calentaba agradablemente ese frío de invierno que, siendo septiembre, comenzaba a retirarse. Venía relajada y tranquila, como lo hubiese hecho en la ciudad de la que venía y de la que su ser nunca se había ido.

            Escuchaba música en el celular que al fin era suyo desde hacía dos semanas. Faltando cuatro cuadras para llegar a su casa, una moto con dos hombres se le cruza y ella pensando que querían pasar, los esquiva y sigue para otro lado. Suben a un garaje, señalan para un costado y se van.

            Su inocencia, la de una niña, no le permitió tomar ningún recaudo y siguió caminando, ella todavía no había aprendido a desconfiar de la gente. Caminó una cuadra más y al llegar a la esquina, ya solo a una cuadra y media de su casa, salió la misma moto que estaba escondida y uno de los hombres se bajó y le puso un arma en el estómago.

            Sintió por primera vez el terror, que nunca había experimentado en su vida. Les suplicó, les pidió por favor que no se lo sacaran, pero a ellos nada les importó. Era solo una niña frágil, no podía defenderse, pequeña de contextura y no parecía tener ni dieciocho años.

            Todo parecía un sueño, no podía ser real. Tenía que poder despertarse. Pero no estaba soñando, y se llevaron su teléfono celular. Corrió a su casa llorando y gritando. Su cuerpo se desvanecía y el tiempo parecía eterno. Llegó y abrió la puerta en estado de shock.

            Su madre trabajaba diez horas de noche, por lo que dormía cuando escucho los golpes en la puerta y un grito desgarrador como nunca había oído de parte de alguna de sus hijas. Se levantó de la cama y corrió por las escaleras sintiendo que nunca iba a llegar a abajo.

            Me pusieron un arma en el estómago y me sacaron el celular — le dijo a los gritos y con un llanto desgarrador. Ella la abrazó y la alzó, mientras su hija se desvanecía y se orinaba encima. Había vuelto a ser un bebé, vulnerable e indefenso. Se le aflojaron las piernas y no podía caminar

            Lloró por horas enroscada en la falda de su mamá, temblaba, lloraron juntas. Tanto esfuerzo, tanto dolor, ni siquiera les servía ese teléfono porque no podía desbloquearse. Lloraba, lloraba, perdóname mamá, perdóname, — repetía desconsoladamente y las dos se quebraban cada vez más. ¿Como podía existir ese tipo de gente?

            Llamaron a la policía que vino enseguida, anotaron todas las descripciones de la moto y de estas personas, pero les dijeron que no podían hacer nada. ¡Negros de mierda!, ¡Hay que matarlos a todos!, ¡No sirven para nada!, ¡ciudad de mierda!, ¡tendría que haber pena de muerte!, ¡Lacras!

            La desvistió y la metió en el agua tibia, la bañó y deseó poder tenerla otra vez dentro de su panza, para protegerla y cuidarla de tanta maldad, de tanta hostilidad, de tanta crueldad. Defenderla del dolor, del abuso, de la injusticia. Si hubiese podido en ese momento, los hubiese matado a los dos.

            Eran dos seres insensibles, resentidos, incapaces de sentir empatía y compasión. Que se sienten orgullosos haciéndoles daño a otros. Que no quieren trabajar y se ganan la vida robándoles a los que sí se esfuerzan, día a día, para poder tener algo dignamente.

            La mamá le dio su teléfono viejo para que pueda seguir en contacto con sus amigos. Tardó muchos días en volver al colegio, nunca más volvió a salir sola de su casa en esa ciudad de mierda. Estuvo con ataques de pánico por mucho tiempo cada vez que escuchaba el sonido de una moto. Lloró, lloró y lloró por muchos meses.

            Su madre tuvo que empezar a levantarse para llevar y traer a sus cuatro hijas a todos lados, no iba a permitir que volviese a pasarle algo a alguna de ellas. Prácticamente sin dormir, comenzó a enfermarse y de a poco fue teniendo que faltar a su trabajo por prescripción médica, tanto, que terminaron por despedirla.

            Ella terminó el colegio y se fue para no volver nunca más a esa “ciudad de mierda” llena de “negros de mierda”. Esa ciudad que no le dio nada, salvo dolor. Hoy, ya con veinte años, trabaja y estudia para ser jueza, porque no cree en la justicia, y pudo, con su propio esfuerzo, volver a comprarse su teléfono celular.

4 comentarios:

  1. Poético blog, te animo a continuar. Saludos.

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  2. Triste realidad. No es la cuidad ,son las personas. Gracias por tus escritura. Me encanta leerte. Seguí adelante.

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